ENDERÉZAME

 

“DESNUDA”
Roque Dalton

Amo tu desnudez
porque desnuda me bebes con los poros,
como hace el agua
cuando entre sus paredes me sumerjo.
Tu desnudez derriba con su calor los límites,
me abre todas las puertas para que te adivine,
me toma de la mano como a un niño perdido
que en ti dejara quieta su edad y sus preguntas.
Tu piel dulce y salobre que respiro y que sorbo
pasa a ser mi universo, el credo que se nutre;
la aromática lámpara que alzo estando ciego
cuando junto a la sombras los deseos me ladran.
Cuando te me desnudas con los ojos cerrados
cabes en una copa vecina de mi lengua,
cabes entre mis manos como el pan necesario,
cabes bajo mi cuerpo más cabal que su sombra.
El día en que te mueras te enterraré desnuda
para que limpio sea tu reparto en la tierra,
para poder besarte la piel en los caminos,
trenzarte en cada río los cabellos dispersos. 
El día en que te mueras te enterraré desnuda,
como cuando naciste de nuevo entre mis piernas.

 

Semana Santa

 

Canto de la Sangre y del Silencio

Camino entre la muchedumbre con los pies desnudos,
siento la piedra antigua, la sombra del incienso,
la voz que no grita, que reza, que calla,
la túnica que arrastra siglos de polvo y promesas.

Veo al hombre coronado, pero no rey de oro ni de ejércitos,
sino de espinas, de llagas, de miradas profundas.
Y lo amo.
Amo su cuerpo vencido que sigue erguido,
su paso lento que mueve la tierra.

Escucho la saeta como un rayo en la carne del aire,
una madre llora bajo un palio bordado en estrellas,
una vela gotea el tiempo,
y el sudor de los costaleros es sal de mar,
sal de vida, sal de muerte.

Oh Cristo de madera,
yo también he sido cruz,
yo también he caído tres veces y he mirado al cielo
esperando respuesta.

Semana Santa,
no eres solo rito ni hábito ni tambor;
eres el cuerpo vivo de un pueblo que sangra fe,
que no olvida,
que canta en medio del llanto
y sigue caminando,
siempre hacia la luz.

 

Canto de la Madre y del Hombre que Cae

Hoy ha pasado la Virgen por mi calle.
Tenía los ojos llenos de siglos,
pero lloraba como una madre de ahora,
como una mujer que acaba de recibir una llamada,
que ha visto a su hijo en la pantalla de un hospital.

Tenía manos suaves como pan caliente
y un pañuelo bordado con rezos viejos.
La vi pasar
y no era estatua.
Era carne.
Era mundo.

Y el Cristo iba delante,
con la espalda herida y la túnica rota,
arrastrando la cruz como se arrastra la historia:
con rabia, con cansancio, con amor.

Oh, vosotros que miráis desde balcones con móviles encendidos,
¿veis el milagro o sólo la estética?
¿Escucháis el latido bajo el capirote,
o sólo el tambor?
Yo escucho el corazón del madero.
Late.
Late como un hijo que no quiere morir.

Y aún así, se entrega.
Cristo humillado.
Cristo de sudor y sangre seca.
Cristo que no grita, pero todo en él habla:
la rodilla hincada, el ojo que mira sin odio,
la boca entreabierta como esperando un beso.

María lo sigue.
No lanza improperios al cielo,
ni se rompe por dentro como piedra.
Se mantiene.
Porque el amor verdadero no necesita ruido.
Ella es piedad que no se oxida,
es ternura de pueblo,
es madre sin reclamos.
Ella, más que nadie,
sabe que en esa muerte
nace el mundo.

Y yo,
que no sé si creo,
que a veces dudo más de lo que espero,
lloro con ellos.
Camino.
Siento la cruz.
Y no pido milagros,
solo un poco del valor
de quien muere
perdonando.

 

Ciudad que olvida, ciudad que recuerda

Y sin embargo, todo sigue.
El metro ruge bajo tierra mientras arriba suenan las cornetas,
los semáforos parpadean en rojo,
como si quisieran detener también al tiempo.

En los escaparates, la primavera se vende a plazos,
los adolescentes beben en las plazas con los párpados caídos,
y algunos —sólo algunos—
se detienen al ver pasar a un Cristo
y no saben bien por qué,
pero algo se les queda en la garganta.

Hay quien mira las procesiones como si fueran teatro,
como si el sudor de los costaleros fuera una técnica,
y el paso lento, una coreografía.
Y sin embargo,
hay algo ahí que escapa a todo algoritmo,
algo que no se graba, que no se sube,
que no busca likes.
Algo que simplemente ocurre.
Como un latido.

La ciudad sigue corriendo:
las pantallas no se apagan,
los horarios no esperan,
la fe ya no se hereda,
y muchos hijos no sabrán nunca
qué significaba ver a su madre
romperse en lágrimas ante una Dolorosa.

Pero aun así,
cada año,
algo se detiene.
Algo calla.
Y en ese silencio,
la cruz se alza.

Y en ese instante,
inexplicablemente,
el corazón de la ciudad se parece
a una oración
dicha sin palabras.

 

Los que miran al paso

Yo he visto al hombre que se persigna sin saber por qué.
Tiene el móvil en la mano,
una cerveza a medio terminar en la otra,
y aún así, al ver pasar la cruz,
siente un temblor
que no puede nombrar.

He visto a la muchacha con el pantalón rasgado
y el alma también.
Llora cuando ve al Cristo que cae.
No sabe rezar,
pero su pecho se levanta al compás de un tambor antiguo
que nunca escuchó antes.

La ciudad huele a incienso y a kebab,
los neones iluminan las túnicas moradas,
hay niños que juegan con los capirotes
como si fueran espadas galácticas,
y padres que dicen “esto es tradición”
sin recordar cuándo dejaron de creer.

Y sin embargo,
algo les agarra el estómago,
algo profundo,
algo que no es turismo,
ni estética,
ni nostalgia de abuelos.
Es el alma.
Aunque esté oxidada,
aunque solo funcione en Semana Santa,
aunque no sirva para otra cosa que para llorar sin saber por qué.

He visto al penitente andar descalzo sobre el asfalto caliente,
los pies llenos de vidrio y fe a partes iguales.
He visto a la virgen brillar bajo un foco de publicidad,
y aún así,
ser más madre que todas las madres.

La multitud es un animal inmenso,
con cien mil ojos que miran sin ver,
pero de pronto —cuando el paso se detiene,
cuando el silencio cae como un manto—
todos respiran juntos
y el aire se vuelve antiguo,
como si Dios pasara,
invisible,
entre ellos.

No es religión.
No es doctrina.
Es otra cosa.
Una grieta en lo cotidiano.
Un hueco por donde aún se cuela
el misterio.

 

Procesión del cuerpo sin fe

La Virgen pasa
y su manto está hecho de píxeles morados,
de teclas rotas,
de sueños que huelen a barro y a colonia barata.
Sus lágrimas son USBs que no conectan,
rosarios pixelados,
eco de un Wi-Fi sin alma.

Cristo cae.
No una vez.
Cae setecientas veces por segundo en cada pantalla,
en cada meme,
en cada “amén” de emojis.

Y sin embargo —
ay—
algo respira entre las filas de turistas y los niños con Fanta,
algo como un animal dormido bajo la tierra,
como un susurro que no ha muerto del todo,
como un fósil de Dios
a punto de reencarnarse en otra forma.

He visto a un costalero llorar
mientras su exnovia le graba un story,
y al fondo un saxofón suena como si el mundo se partiera.
He visto una saeta ser lanzada como cuchillo de luz
contra la torre de una iglesia que ya es discoteca.

Todo es contradicción.
Todo es un sueño.
Un caballo sin cabeza atraviesa la Gran Vía,
tirando del paso como si arrastrara el inconsciente colectivo
de una ciudad que ha olvidado orar
pero aún sabe temblar.

Un robot se santigua frente a la Dolorosa.
Un niño dibuja una cruz en la niebla de un coche sucio.
Una anciana con Alzheimer canta un padrenuestro perfecto
sin saber su propio nombre.

Y en ese instante —
ese instante que nadie fotografía—
pasa algo.
Un crujido en el aire.
Una grieta.
Una posibilidad.

Quizá no quede fe,
pero aún hay liturgia.
Quizá no quede Dios,
pero el rito persiste como un corazón que ha olvidado a quién ama
y sigue latiendo.

 

Paso en la ciudad dormida

La Virgen avanza como una luna cosida a los hombros,
bajo un cielo que ya no espera milagros.
Cristo cae,
no con estrépito,
sino con una dulzura antigua,
como si el peso del mundo lo acariciara.

En las aceras,
jóvenes con miradas de cristal
cruzan los brazos sin saber
si es respeto o aburrimiento.
Los viejos, en cambio,
lloran sin ruido.
Han olvidado las palabras,
pero recuerdan el temblor.

Hay incienso mezclado con hollín,
hay tambores que suenan como un corazón fatigado.
Las calles no creen,
pero escuchan.

Una madre aprieta el rosario sin mirar,
una niña se persigna mal,
un hombre se arrodilla por costumbre
y se levanta con los ojos húmedos
sin saber por qué.

Nada es como era.
Y sin embargo,
el paso sigue.
Como si el rito
fuera la última forma de la esperanza.

Y aunque nadie lo diga,
aunque todo parezca teatro,
algo vibra en el silencio.
Algo invisible.
Algo que aún no ha muerto.

 

Paso en la ciudad dormida (versión afinada)

La Virgen avanza como una luna bordada en sombra,
flota sobre los hombros,
madre sin palabras
en una ciudad que ha olvidado cómo pedir consuelo.

Cristo cae,
no con estrépito,
sino con esa dulzura que tienen los cuerpos vencidos
cuando ya no esperan nada,
y sin embargo siguen.

En las aceras,
jóvenes con ojos como espejos apagados
cruzan los brazos sin saber
si es respeto o distancia.
Los viejos, en cambio,
lloran con la mirada baja.
Han olvidado los salmos,
pero recuerdan el temblor.

Huele a incienso y a motor caliente,
las palmas se alzan entre cables y balcones.
Hay tambores que suenan como un corazón fatigado
que aún, milagrosamente,
late.

Una madre aprieta un rosario deshilachado,
una niña se persigna al revés,
un hombre se arrodilla por rutina
y se levanta con los ojos húmedos
como si algo —muy leve—
hubiera rozado su alma.

Nada es como era.
Y sin embargo,
el paso sigue.
Como si el rito
fuera la última forma que le queda a la esperanza.

Y aunque nadie lo diga,
aunque todo parezca teatro,
algo vibra en el silencio.
Algo invisible.
Algo que aún no ha muerto.

 

Soneto del paso entre cristales

Cruza el tambor la selva del neón,
la Virgen llora al filo de un cartel;
se enciende el paso y calle y carrusel
suspiran bajo el paso del perdón.

Hay niños que no saben la pasión,
y ríen bajo un Cristo de papel;
hay padres que se inclinan por la piel
de un rito viejo como la oración.

La urbe sigue: semáforos, pantallas,
mensajes que no oyen, rostros tiesos…
pero algo se detiene entre las vallas:

una nostalgia muda, sin excesos,
que hace temblar, en plazas y murallas,
el alma antigua que aún vive en los huesos.

 

Soneto con capirotes

Desfilan los capirotes como lanzas
que buscan una estrella entre las luces,
los ojos bajo el velo —casi cruces—
no miran: llevan dentro las balanzas.

Los costaleros, hombres sin bonanza,
con hombros de silencio y de cipreses,
sostienen lo imposible muchas veces:
el peso de la fe que ya no alcanza.

Y pasa el paso. Vibra la avenida.
Un niño ve el sudor, pero no entiende,
una mujer se inclina —y no es fingida.

Mientras la ciudad sigue y no se ofende,
hay algo que se arrastra, no se olvida:
una belleza antigua que no muere… y tiende.

 

Soneto del cuerpo que sueña

Caminan los capirotes como árboles sin copa,
raíces al revés, buscando cielo,
y en sus ojos cerrados caben siglos
que nadie ya recuerda, pero pesan.

Los costaleros son columnas de humo,
sudor hecho plegaria,
hombres de piedra que sangran luz
y sostienen un dios que ya no sabe si existe.

Todo tiembla en el paso,
la cera cae como si llorara el tiempo,
y una virgen de sal flota sobre el asfalto.

En la acera, un niño lanza su videojuego
y mira, sin saber por qué,
como si ese paso lo soñara a él.

 

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